jueves, 12 de julio de 2012

Donde están nuestros súper héroes?


 Aquí esta para ustedes un pequeño cuento que escribí

El Súper Teporocho

Ese día amanecí tirado sobre el duro asfalto de la plaza Garibaldi, envuelto en mi propio vomito y cargando un saco sin fin de incertidumbre. A mi lado seguían tocando los mariachis con gran furor y los borrachos que seguían con vida cantaban y celebraban en un campo de batalla lleno de cadáveres, donde los únicos victoriosos eran las empresas cerveceras y licoreras.

Ya se estaba haciendo costumbre ese tipo de resacas, de las peores, de las que se desea nunca haber nacido. Solo deseaba desaparecer el dolor de mi cabeza y seguir en la cotidianidad de mi anónima vida. Vivía en un viejo departamento de condiciones infrahumanas, justo en el centro de la ciudad de México; una urbe fantasma, llena de soledad pero atiborrada de cadáveres animados, donde se respiraba el remanente de una sociedad putrefacta y en descomposición.

Por las mañanas trabajo en una empresa de software, programando cosas sin sentido para alguna corporación extranjera, de la que poca idea tengo. Pero me agrada el trabajo, nadie me molesta y puedo trabajar rápido durante varias horas sin parar, tecleando en la computadora como un joven desquiciado que quiere terminar la última entrega de su saga de videojuegos predilecta. Así obtengo lo único que deseo, el dinero suficiente para seguir con mi autodestrucción.

Por las tardes soy un descarriado drogadicto que pasa su tiempo en su casa leyendo historietas de súper héroes y comiendo comida chatarra, seguido hay borracheras en mi casa. La vida no me resulta placentera, perdí a mi familia hace tiempo atrás bajo una serie de conflictos familiares.  Mi único gusto que podía liberarme de aquella presión por ser feliz era una búsqueda maniática por fiesta y bullicio.
De tal manera que las únicas personas con las que me relaciono a menudo son drogadictos, vagabundos y narcotraficantes. La escoria de la sociedad me ha abrigado, me ha abierto las puertas  del bajo mundo para que entrara y nunca saliera de él.

Precisamente ese día teníamos una gran fiesta en uno de los cabarets de la zona, a puerta cerrada se reunirán muchas personas de las colonias de Tepito, la lagunilla y la Morelos. Muchos peces gordos, sicarios, políticos, policías y demás sectores que conformaban la mafia de los estupefacientes en la región. Habría prostitutas al por mayor para todos y toda la droga que pudiéramos imaginar.
Yo había entrado al círculo gracias a mi esfuerzo por querer meterme todos los estimulantes del planeta, conociendo gente en bares una y otra vez, hasta que conocí suficientes vendedores de droga como para convertirme en yonki profesional, los mejores amigos que un distribuidor puede tener. Y poco a poco mi misma afición y esmero por conseguir mercancía en el bajo mundo me ha metido en este castillo de vampiros, donde mi vida y mi billetera me es succionada con sus afilados colmillos.

Un poco más tarde el chofer del trole bus me despertó, había vuelto a dormirme en el transporte público. Arrastrando mis piernas del cansancio llegue a mi departamento el cual estaba hecho un verdadero depósito de basura, cientos de latas de cerveza y cola cola, bolsas de sabritas, mi ropa tirada por todos lados, el suelo pegajoso y negro, varios embases de caguama rotos por las esquinas del departamento y un sinfín de cosas asquerosas que ni siquiera me atrevía a reconocer. Hacía años que no aseaba el lugar, y en verdad que no me importaba.
Recogí un condón tirado en el suelo, lo levante a la altura de mis ojos e inspeccione. Suspire y recordé vagos momentos con el único amor que podía aspirar en esta situación, una prostituta que usualmente veía en el barrio de la merced. En mi mundo postapocalipto cualquier expresión de cariño era bastante confortable, por más miserable y sucia que pudiera ser.

El baño era irreconocible, una expresión surrealista del asco. Era repugnante circular por él, pero tenía que encontrarlas. Tenía que encontrar a mis preciosas balas justicieras. En algún lugar de aquel desastre se encontraban unas capsulas del compuesto 1080. Un plaguicida que provoca la muerte bloqueando el metabolismo celular, una muerte rápida y dolorosa. Tiene la particularidad de ser soluble en agua, inodoro e insípido. No tiene antídoto.

El veneno era la mejor herramienta desde tiempos antiguos para eliminar a los adversarios de una manera sigilosa. El sigilo era mi arma, quien dudaría de un drogadicto que supuestamente no tiene esperanzas para vivir, un tipo al que no le importa nada más que escapar de la realidad. Nadie sospecharía de mí, bajo ninguna organización respaldándome, actuando en solitario, carismático para el bajo mundo, siempre alcoholizado y totalmente destruido. Aunque no lo suficiente loco como para pensar que soy uno de ellos, un superhéroe de las historietas.

Mi objetivo era eliminar a una persona sumamente corrupta, un líder de la organización criminal que acudiría ese día al evento. Era cuestión de ingeniárselas para que el veneno entrara en su cuerpo y se hiciera justicia, lo había hecho varias veces con anterioridad y siempre tuve éxito. Una justicia que jamás llegaría por los tribunales legales, ni por las autoridades vendidas, tampoco por parte de la apática sociedad. Vendría de parte de un loco, un residuo de la sociedad del que nadie esperaría nada. La sociedad necesita de locos, gente que no le tenga miedo a nada, que no tenga nada que perder. Conocía a ese tipo, conocía lo más negro de su vida, había convivido con él, entable amistad con él, sabia quien era y porque merecía morir. 

Llevaría a cabo mi hazaña, no sin antes descansar hasta la noche y encontrar aquellas capsulas entre todos los papeles usados del sanitario. Seguiré haciendo justicia hasta ser capturado y torturado por los poderosos, solo así encontraría la paz dentro de mi flameante cerebro.

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